Me desperté y ya comencé a entonar las canciones de mi querido club. Eran las once de la mañana y el corazón ya latía fuertemente, como si estuviese por estallar. Faltaban cinco horas para que empiece el partido, pero la cabeza ya imaginaba lo que podía llegar a pasar ¡Iba por primera vez a ver un superclásico a la cancha! El encuentro estaba pactado para las 16:10. Me habían dicho que vaya temprano por el tema de la entrada y el estacionamiento. Por ese motivo, llamé por teléfono a mi amigo que iba a ir conmigo y le dije que esté en casa a las 13:30 para poder llegar, mínimo, dos horas antes.
Me levanté, desayuné, me bañé, y a los quince minutos ya estaba todo transpirado, nuevamente, por la sobredosis de adrenalina que mi cuerpo adquiría a cada segundo. Esas tres horas de espera (desde que me desperté a las 11 hasta que llegó mi amigo a las 14) fueron las peores de mi vida. Las nauseas y el dolor de cabeza se adueñaban lentamente de mí. El calor y el frío aparecían y desaparecían constantemente. Pero nada de eso tenía importancia ese día, había un destino y un objetivo claro, y la única manera de que no se cumpliera era estando sin vida.
Eran las 13, faltaba una hora para salir y la angustia ya no se aguantaba más. El almuerzo estaba listo. Solamente pude tragar un raviol y nada más. El estómago sólo pedía una cosa: Fiesta Riverplatense.
Media hora más tarde del pobre almuerzo, empecé a prepararme para ir a esa gloriosa cancha. Me calcé la camiseta y el pantalón largo con esos colores tan preciados, me até la bandera al cuello, como si fuera una capa, que me había regalado mi viejo, y justo tocó el timbre mi amigo. Nos saludamos y no cruzamos palabra hasta Libertador. Cuando agarramos esa avenida, enganchamos una caravana de hinchas y empezamos a tocar bocina y a cantar sin parar.
Llegamos al “Monumental” y mis ojos no paraban de brillar. Los cantos, los colores y la fiesta constante, transformaron los dolores corporales en una euforia interminable.
La batalla era inminente. La pelota comenzó a rodar y otra vez volvieron las tensiones.
De repente, Higuaín le pega al arco y la clava al ángulo de Bobadilla ¡Goooooollll! Mi amigo me abrazó eufórico y a mi se me cayó una lágrima
Dos minutos más tarde pasó lo inesperado: Palacio desborda y empata el partido. No lo podía creer, se me vino el mundo abajo.
En el segundo tiempo, por suerte volvió la alegría. Otra vez el “Pipita” me hizo reír, eludió al arquero y desató la locura de todos. Pero la fiesta todavía no había terminado, faltaba lo mejor. Farias metió el tercero y cerró la tarde-noche de la mejor manera.
Volví afónico a casa de tanto gritar. La fiesta había estado espectacular. Fue la primera, y sin dudas, la mejor de todas.
Hace 9 años